CUENTO DE OTOÑO

Ardía la hoguera en las Cuevas de Óbit. Las mujeres permanecían en silencio con la mirada baja. Sus manos apoyadas sobre sus regazos. Su corazón apagado. Hasta que se oyó la risa de un bebé mientras el perro le lamía las mejillas. Todas se giraron y algo se iluminó en sus rostros. Sonrieron.

 

De la oscuridad de la noche apareció Dana, con su bastón y su mirada fiera. Su voz resonó en la caverna:

   – ¡Mujeres! ¡Es samhain! ¿Que haceis tristes y reunidas? Las brujas no se rinden.

    – Hoy llega Crone. ¡Celebremos nuestra fiesta!

           – Suficiente tenemos con mantener el fuego encendido. Todo quedó atrás.

           –  ¡Arriba, mujeres!. Hay luna llena. Arriba.

Y sin saber muy bien porqué la siguieron. Se reunieron en círculo bajo la luz plata. Había mucho pesar en sus ojos, mostraban el rictus de la boca alicaído. Entonces Dana aulló. Tres veces. Alguna se unió. Y empezaron a llegar los lobos. En manada. Les rodearon y también aullaron.

Llegaron más. Dana danzaba. Sus pies golpeaban con fuerza la tierra. Comenzó a girar por el interior del círculo. Se ponía frente a frente con cada una de ellas. Mirándoles profundo. Despertando la fuerza de cada mujer. Los pies de todas empezaron a resonar. Al principio se movían lentamente. Poco a poco se fueron animando.

Los lobos se quedaron, se acomodaron junto a ellas. Dana trajo una antorcha de fuego. Lo puso frente a cada rostro. El calor tan cerca les reanimaba y reconfortaba. Cada una encendió un tronco. Poco a poco sus úteros latían con más fuerza. Esa danza imparable iluminada por el fuego hacía que regresaran del gran letargo, el abandono, la tristeza. Aún estaban aquí.

De repente Dana lanzó un grito guerrero que se oyó desde el pueblo. Algunas respondieron 

Los vecinos asomaban sus narices a escondidas entre las cortinas. Y allá a lo lejos veían la cueva, la lumbre de las llamas. Sabían que eran ellas. Las brujas. No les  esperaban este año. Nadie salía hacía tiempo de casa. Comían agua y hierbas calientes. Estaban todos demacrados. Lucían sus cuerpos flacos. Sus ánimos caídos. Sus sueños enterrados. Ni siquiera se tocaban. Siempre esperando que allá fuera todo cambiara y pudieran volver a salir, respirar. Vivir. Estaban las alcobas frías. Las parejas lejos. Los cuerpos en el letargo más profundo de la muerte. 

    –   ¿Cómo se atrevían? ¡Brujas locas! No se podía.

En el silencio de la oscuridad, el sonido empezó a retumbar más fuerte. Las voces se avivaron. El fuego danzaba. Algún lobo aullaba. La vida les llamaba a todos.

Hulai se escapó y llegó hasta ellas. Su madre detrás corriendo, desesperada por no alcanzarle. El chico entró en el círculo, deseando bailar. Sintiendo toda su sangre fluyendo por sus piernas, su vientre, sus pulmones, su garganta, sus sienes. Sus ojos estaban desorbitados de presenciar aquella alegría.

–         ¡Mamá ven tu también! ¡Es una fiesta!

          –      ¡Hulai, nos costará la vida esto! Vuelve.

       –  Imposible, ya no tenemos vida. Quiero quedarme a disfrutar. 

        –  Te lo ruego, vuelve.

        –    No –  Y recogió un tronco y pidió fuego. Dana se acercó y se lo encendió.

Los gritos de la madre se escuchaban desde lejos. Otros niños se atrevieron a escaparse. El son del tambor, de los pies, el chisporroteo de la hoguera les llamaba.

Empezaron a llegar personas. Fue cayendo el miedo. Bajo el cielo estrellado se reunieron. Ahora nadie les vigilaba. Se hicieron círculos concéntricos. Y Dana repartía el fuego. Giraban. Se reían por primera vez en mucho tiempo.

 

Era tiempo de Samhain, de velo sutil, que resucitaba a los vivos y a los muertos.

Una carcajada les dejó a todos inmóviles. La anciana, Crone, se abrió paso y se paró en el centro.

       –  Cuanto me alegro, de veros a todos aquí. Vengo de las profundidades de la cueva. Envuelta en el manto de la muerte. Soy puerta hacia la otra vida. Aunque a veces pienso que hay más muerte aquí que al otro lado. Allí danzan los muertos, envueltos en flores y colores. Os traigo un mensaje.

Y uno a uno fueron acercándose a Crone. Ella les susurraba al oído las palabras de sus ancestros. Muchos lloraban al reconocer que eran ellos de verdad. Crone les cogía las manos y les entregaba una manzana. Semillas. Frutos secos. Sus ojos se encendían.

Dana removía el caldero, había cocinado para todos. Les invitó a reunirse, a comer juntos de nuevo. Sorbían aquel caldo de vida que había preparado. Sus mejillas se sonrosaban. Sus cuerpos se despertaban.

Un músico sacó lentamente su violín de la caja. Y se atrevió a sonarlo. Se hizo un silencio rotundo al principio. Estaban asustados. Duró unos segundos, pues los jóvenes gritaron ¡SÍ! Y ya nada detuvo la alegría de la música. Una gran fiesta se contagió a los habitantes del pueblo, rodeados de los espíritus de los que ya no estaban encarnados. Un gran baile, celebrando la vida, a un lado y a otro. Con sus panzas llenas. La luz del fuego iluminando. Las voces cantando. Los cuerpos bailando. Y Crone desde una esquina, sentada, seguía el ritmo con los pies. Sonreía. Lo miraba todo. Habían despertado a los muertos. Ja, ja, ja. ¡A todos!

 

Dana le observaba de reojo. Cómplice de aquel regreso. Desde la oscuridad más tenebrosa, donde todo se acepta, se abraza, se danza. Pues así siempre fue. Y será. Samhain siempre regresa.